El Centro Nacional de Huracanes (NHC) no se equivocó, advirtió que el Huracán Iota traería vientos potencialmente catastróficos, marejadas y lluvias intensas para Honduras y Nicaragua. El 16 de noviembre de 2020 Iota, de categoría 5 en la escala de Saffir Simpson, tocó tierra nicaragüense con vientos de 250 kilómetros por hora, convirtiéndose en uno de los huracanes más destructivos de la historia del país.
Iota entró a Nicaragua por la Costa Caribe Norte. El huracán impactó Bilwi y las comunidades indígenas de Karatá, Haulover, Wawa Bar, Waluhta, Kamwatla, Bismuna, Cabo Viejo, Cayos Miskitos, Wawaboom, Layasiksa, Kukalaya, Prinzapolka y Walpalsiksa. Trece días antes, el 3 de noviembre de 2020, estas comunidades y otras ubicadas a lo largo del mar Caribe habían sido afectadas por el huracán Eta de categoría 4, con vientos sostenidos de más de 240 kilómetros por hora. Sus ráfagas de vientos y lluvias también ocasionaron daños en techos, comunidades incomunicadas, inundaciones, deslizamientos de tierra y árboles caídos.
“Este es el barrio El Muelle, el famoso barrio El Muelle, porque todo lo que viene transita por allí donde está el muelle”, señala con una triste mirada Ivania Rocha Flores mientras describe con melancolía lo que un día fue su famoso barrio en la ciudad de Bilwi, ubicada a 536 kilómetros de Managua.
“Ahora es un triste, no es un muelle, es oscuridad donde no hay nada, sólo esos palitos de coco que están y la luz del día, el sol que nos pega porque no hay un techo para decir que vamos a ir a escondernos debajo de esa casa, aquí estamos posando como seis familias”, relata Ivania en un fluido español con acento miskitu, quien camina entre los escombros dejados por ambos huracanes, cargando a su bebé de ocho meses de edad.
Ivania y su familia son parte de los tres millones de personas que fueron afectadas por los huracanes, según el informe preliminar de daños materiales emitido por el régimen de Daniel Ortega, el 24 de noviembre de 2020. A tres meses del paso de estos huracanes no se conocen datos exactos sobre las comunidades afectadas y la magnitud de los daños. El gobierno estimó las pérdidas económicas en 742 millones 671 mil dólares, distribuidos entre daños totales acumulados, pérdidas económicas y necesidades de atención.
De las afectaciones al sector agropecuario aún no se han brindado datos de daños. Sin embargo, organizaciones internacionales como el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, ya señalaban que en municipios como Puerto Cabezas, Waspam, Prinzapolka, Bonanza, Rosita, Siuna, Waslala y Mulukukú existía inseguridad alimentaria.
La cosecha de plátanos, bananos, tubérculos como quequisque, yuca, malanga y granos básicos, fueron afectados por las inundaciones provocada por los huracanes a las parcelas, que además de destruirlas arrasaron con la reserva de alimentos para el autoconsumo. Esta situación también lo viven las mujeres que habitan en el territorio Wangki Maya conformado por 22 comunidades, en el municipio de Waspam Rio Coco.
Deborah Escobar, del Centro por la Justicia y Derechos Humanos de la Costa Atlántica de Nicaragua, Cejudhcan, asegura que la falta de alimentos es una de las mayores preocupaciones en estos territorios. “Una crisis alimentaria que de por sí con todo el tema de cambio climático, de conflicto territoriales ya era acentuada, pero cuando pasan estos dos huracanes aumenta, ya que estaban en el proceso de cosecha de granos básicos como el arroz, el maíz, además habían otras familias donde las mujeres trabajan la tierra y tenían a su cargo a niños y personas de tercera edad.
“No hay nada, por el momento un poquito de comida, los que tienen cinco en sus familias, diez familiares, no podemos ajustar, me frustra un poco”, explica Mirza Rojas Castellanos, quien se nota un poco desconcertada. Ella se esfuerza en hablarnos en español, mientras dirige su mirada hacia las casas caídas de Wauhta, ubicada contiguo a la laguna del mismo nombre, frente al mar Caribe a 30 millas de Bilwi.
Cuando visitamos la barra de Wauhta, a un mes de los huracanes, la comunidad lucía vacía, destruida, grupos de personas anidan entre los escombros de las casas arrasadas por los vientos huracanados. Hace unos días Mirza, su familia y otras personas de la comunidad regresaron de un albergue de Bilwi, la esperanza les hizo pensar que sus casas les esperaban. Pero el recuerdo les engañó.
“Esta comunidad, cuando no hay huracanes, eran casas bonitas, pero ahora mirá pobre la casa de lámina, no hay casa, no hay lámina, no hay clavo, en las noches siempre hay zancudos, bastantes zancudos, siempre se quema un poquito de ropa así se salen, si no hay ropa para quemar se van a enfermar, pobre niño, pobre adulto”, narra Mirza.
A los alrededores de la casa de Mirza se escuchan los martillazos de hombres y mujeres que intentan construir nuevamente una casa con los restos de madera que el mar ha dejado. Otras personas se apoyan con sierras y motosierras para cortar los árboles que el viento arrancó y hacer uso de esa madera. Así los habitantes de Wauhta realizan, sin apoyo estatal, la jornada de limpieza y reconstrucción de los escombros que un mes atrás eran las casas que contenían sus vidas.
El paisaje natural ahora es la nada
Wauhta, es una barra de arena blanca, bordeada por bosques de manglares. En esta comunidad habitan unas cuatrocientos diecisiete familias indígenas de la étnia miskita. Para sus habitante era una comunidad “bonita”, limpia, donde no tenían problemas de agua, contaban con una tierra fértil que les permitía vivir de la agricultura la que combinaban con actividades de la pesca artesanal.
En Wauhta sobrevieron los andenes de cemento que conectaban las tradicionales casas de tambo caribeñas con las edificaciones de concretos. Lo que no sobrevivió fueron los cocoteros, los árboles de mango, las guineas y sus pequeños cultivos de yuca.
“Podíamos ir al monte a traer productos, pero ahora no, los cultivos han sido dañados, están engusanados. Los pozos están contaminados, incluso el agua se siente salada”, cuenta Liliam Dixon, de 67 años.
Una hilera de lanchas de motor traslada a oficiales del Éjercito de Nicaragua mientras custodían láminas de zinc, agua y plantas hacia distintas comunidades. Es la poca ayuda de emergencia que llega a las comunidades. Una libra de clavos, entre 15 y 20 láminas de zinc como parte del Plan Techo o kit de cocina, es parte de lo que las autoridades de Nicaragua han entregado a las familias damnificadas. Para las familias esta ayuda además de escasa se vuelve innecesaria ante las necesidades reales: madera para levantar los pilares que sostengan el zinc, clavos, agua, comida, atención médica, ropa, entre otros.
Shira Miguel Downs, es defensora de los derechos humanos de las mujeres caribeñas, coordina el Albergue Nidia White, ubicado en Bilwi. Ella conoce de cerca la situación que enfrentan las mujeres en los distintos territorios indígenas. Afirma que la destrucción va más allá de las casas caídas, la falta de comida, la ya tradicional inseguridad e injusta desigualdad que viven las mujeres en esta zona del país.
Es la suma de todo dice la defensora de derechos humanos. “Las mujeres tienen un doble duelo, no sólo por haber perdido su casa, sino también por haber perdido el palo en el que ellas iban a llorar, el árbol en el que ellas iban a lavar su ropa, sin que el sol les pegara directamente, a muchas mujeres les va a tocar ir a lavar y no tener sombra que las cubra”.
Para Shira, el impacto de los huracanes en el medio ambiente afecta directamente las emociones en las comunidades, particularmente en las mujeres producto de la estrecha relación cultural que tienen con la naturaleza, que las inspira, les sirve de refugio, las cura, las alimenta, les permite obtener ingresos económicos y les da fuerzas para enfrentar la vida. Shira se conmueve y teme pensar que no recuperen lo que el huracán se llevó.
En Houlover, el mar partió la comunidad en dos, abrió un caño que conecta a la laguna del mismo nombre con el mar, considerado un nuevo atractivo turístico que emergió en medio de la devastación dejada por Iota. Enma Budiel, nació y creció en esta comunidad. Cuenta que antes tenían una barra “ahorita no tenemos, y por eso creo que los niños están tristes, asustados…el huracán se llevó las casas al otro lado de la laguna, alguna gente tiene motores y ellos llegan a buscar las tablas y de ahí las trajimos para hacer la casita.”
A Enma el único recuerdo que le quedó de su casa es una tabla pintada de color morado, para ella esa tabla es la prueba de que su casa era bonita y que su vida en ella era feliz. Era su refugio.
Antes de Iota y Eta, Haulover era considerado un paraíso tropical por su ubicación geográfica. En 2018 el Ministerio de Turismo de Nicaragua y el Gobierno Regional la nombró destino turístico del territorio Prinzu Auhya Un. Ubicada a unos 17 kilómetros de Bilwi, esta barra de arena blanca contaba en su margen derecha con amplias playas bañadas por las aguas del mar Caribe y por el otro lado la hermosa laguna de Haulover que la hacía ideal para la pesca, deportes acuáticos, natación, navegar en cayucos por sus lagunas y pantanos que eran refugio de aves migratorias, manatíes y delfines.
El turismo comenzaba a despuntar en la barra de Haulover y con ello aumentaba los niveles de la vida económica de las más de mil personas que la habitaban, entre ellas Emma, quien además de acopiar pepino de mar hacía pan artesanal para vender a los turistas. Ya no hay turistas y ella no sabe si volverán, la barra está destruida, la franja de cocoteros que la circundaban ya no existen, los vientos huracanados de Iota los hicieron volar por los aires y ahora flotan en las aguas de un mar revuelto en una mezcla de arena, piedras y basura.
“Esta picado, sucio y contaminado como las charcas que ahora hay en mi barra, ese gran hoyo detrás de mi casa no estaba, ahora es una laguna de agua sucia, llena de basura y zancudos” explica Enma con frustración.
La barra de arena blanca que antes era una embriagante planicie, hoy parece un campo de minas, hay hoyos por todas partes llenos de agua sucia, la misma que entró cuando el mar inundó la barra, cambiando la superficie de la misma, socavando los suelos, terminando de botar los árboles que se sostuvieron en pie luego de Eta e inundando las letrinas y pozos de la comunidad.
Haulover, existe porque su gente regresó luego de salir de los albergues de Bilwi. Pero ya no es la misma. Enma sufre por eso, los cocos que le permitían descansar después de su larga jornada de trabajo ya no están, la suave arena ya no es segura para que ella y su hija puedan caminar descalzas, los niños ya no pueden nadar en el mar que ahora está revuelto y parece “enojado” como ella misma señala. El paraíso tropical ahora es una dura escena de película y sólo exhibe destrucción.
En el sitio web del Ministerio de Ambiente y los Recursos Naturales, MARENA, la ministra Sumaya Castillo, presentó un informe preliminar sobre el impacto ambiental ocasionado por los huracanes.
“Hemos identificado afectaciones en 12 áreas protegidas que representa al 24.34 por ciento de las áreas protegidas de todo el país, estamos hablando de 812 mil 610.47 hectáreas afectadas, el 60 por ciento corresponde a bosque de las 812 mil hectáreas, 548 mil 967 hectáreas de bosque se expusieron a los efectos de este evento natural”, puntualizó Castillo.
Hasta el 18 de diciembre de 2021 día en que este equipo periodístico salió de Bilwi, distintos testimonios de mujeres y hombres de las comunidades de Karatá, Wawa Bar, Haulover y tres barrios de Bilwi confirmaron no haber recibido visitas de ningún ingeniero o especialista en medio ambiente.
En Haulover, Enma Budiel se pregunta ¿Cuándo la barra dejara de estar partida en dos? ¿Cuándo el mar regresará la arena que se llevó? ¿Cuándo el agua salada que inunda sus propiedades se va a ir?
Enma quiere respuestas, porque necesita saber si los cocoteros volverán a crecer si los siembran, o si el mar y la laguna están contaminados como aparentan y si la tierra también se contaminó. La ayuda humanitaria llega escasamente, pero nadie llega para explicarles sobre el daño medioambiental que sufrió su territorio y cómo deben enfrentarlo.
Comunidades indígenas: paralizadas y sin apoyo económico
Las dudas y preocupaciones sobre daños medio ambientales no son las únicas en las comunidades indígenas afectadas por los huracanes. “Lo que más me preocupa es que no tengo un techo, quiero saber ¿Cuándo va a terminar todo esto? ¿Cuándo voy a tener mi casa? No tengo absolutamente nada, ni para cocinar, mi preocupación más grande son los cultivos, mis animales murieron, perdí todo”, relata Lilliam Dixon de Wauhta.
El daño al medio ambiente y los recursos de vida se ve reflejado en la comunidad sobre todo en la vida de las mujeres quienes culturalmente están a cargo de la alimentación de las familias, en estas comunidades las mujeres además de trabajar en el hogar comparten con los hombres la manutención del mismo.
En Wauhta Bar las mujeres se dedican más a cultivar y a producir la tierra; la cosecha la comercializan en Puerto Cabezas, adicionalmente apoyan a los hombres vendiendo el pescado que estos traen del mar.
“Hacemos diferentes trabajos acá, tenemos nuestros propios negocios, antes del huracán criábamos animales, vendíamos pescado, igual hacemos la limpieza del hogar y todo en la casa. Pero ahora estamos paradas totalmente”, refiere Lilliam.
Agrega que no hay mucho que hacer, porque no tienen dinero para volver a invertir en granos y animales, no tienen agua para tomar, no tienen lanchas para que los hombres vuelvan al mar a pescar “no hay mucho por hacer”.
En la comunidad de Wawa Bar, muchas mujeres son madres solteras, pero trabajadoras dice Richelda Daniels. Las mujeres de Wawa Bar se reconocen como mujeres de negocio. “Un termo nos cuesta aproximadamente cinco mil córdobas, una red de pesca nos cuesta entre ocho mil a nueve mil córdobas y no tenemos la posibilidad de comprarla, pero si se nos da la oportunidad con algún proyecto, el que sea, somos mujeres trabajadoras que vamos a involucrarnos, en cualquier cosa, ya sea con nuestros propios negocios, con ventas, hornear, estamos dispuestas a levantarnos”, señala Richelda.
En Wawa Bar las mujeres son piquineras, así se les llama a quienes se dedican al acopio y comercialización de productos del mar, Richelda acopia pescado, pepino del mar, langostas, camarones y los vende a las empresas acopiadoras de Bilwi, pero todo ese trabajo está en pausa.
Estas mujeres no se detienen ante la incertidumbre de no saber cómo retomarán su vida económica, mientras tanto reconstruyen sus casas, buscan madera entre los escombros, pescan los restos de sus pertenencias en las charcas contaminadas, escarban en el lodo buscando calderos, trastes, ropa y todo aquello que les sirva para continuar con su vidas tratando de mantener la seguridad de sus hijos e hijas a pesar de su actual “pobreza” como ellas mismas refieren.
Para estas mujeres sus hijos e hijas son el impulso que aún las mantiene en pie “me tengo que mantener en pie por mis hijos”, dice Enma quien como el resto de mujeres esperan una oportunidad de préstamo, un proyecto social que las apoye, una persona u organización que les dé un impulso económico para retomar sus metas “mandar a sus hijos a la escuela y si es posible a la universidad en Bilwi”.
Están listas para trabajar y retomar su vida laboral, tienen la fuerza pero su entorno parece ahogarlas entre un mar de obstáculos que pueden volverse invencibles si un programa de ayuda humanitaria integral no llega.